domingo, 14 de septiembre de 2014

pulsiones

Sentada en las sillas con mesas típicas de la U, pero en una sala completamente distinta, siento como se nubla mi cabeza y caigo a piso, con la vista en negro y sin poder cerrar los ojos. Tengo los brazos arriba de mi cabeza, como protegiendola de alguna caída, pero en el suelo lo único que siento es lo que sale de mis oídos, que empieza a empapar mi pelo y mi cara. No escucho nada, y despierto, ahora en mi cama y en la oscuridad de mi pieza, sin poder mover los brazos, que siguen arriba y en una posición no completamente natural. Pienso que vuelvo a estar despierta a medias, con la conciencia prendida pero el cuerpo dormido, hasta que empieza a temblar y compruebo que no hay un solo musculo de mi cuerpo que esté apto para moverse. Espero, viendo con los ojos medio abiertos como todo en mi pieza se cae, y sintiendo al pequeño edificio sacudirse a los lados cada vez más fuerte. En un segundo, recuerdo el terremoto del sur y la señora que contaba cuando se había caído su edificio en concepción, ese caso famoso porque fue prácticamente el único edificio que se cayó completamente, desplomado cual histérica con ataque. Me acuerdo la pena que le daba, el llanto con el que contaba que ella pensaba que el mundo entero se había caído, y había salido del edificio para darse cuenta que ellos eran los únicos. Veo la silueta de mi hermano abrir la puerta y gritarme algo, pero con el ruido del edificio no lo escucho. Ruego que tenga la sensatez de sacudirme para sacarme de la catatonia del sueño a medias, pero sale corriendo en dirección contraria, y me quedó ahí, con los brazos chuecos sobre la cabeza, sintiendo como la construcción se ladea lentamente, buscando con más persistencia el abrazo de la calle.
Ya no hay nada que hacer; en un par de segundos estoy de cabeza y voy a alta velocidad, dentro de la seguridad de mi pieza, a estrellarme contra el suelo, a varias decenas de metros del asfalto. No recuerdo qué alcancé a pensar. Creo que en que la señora sobrevivió, pero que yo no soy de las que sobreviven, ni de las que cuentan sus historias. Siempre me fui antes de las fiestas, y me dio mucha pena tener que morirme una vez más.

Para cuando volví a despertar, por segunda vez en esa estúpida línea, el dolor en mis brazos y el resto de mi cuerpo era tal, que ni siquiera pude bajarlos del enredo en el que estaban arriba de mi cabeza, y me quedé ahí, agitada y llorona por enésima vez, con el miedo infantil de no querer volver a dormir.

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