lunes, 17 de marzo de 2025

Y

La casa suena con el crujir de la madera. Estoy sentada, en la esquina, con la vista de mi oficina tapada por cartulinas y cuadros viejos. Está oscuro, y me siento contenta y segura, sabiendo que afuera la luz es tenue y reposan todas las flores. El escritorio está atiborrado, derecha a izquierda. Y quisiera jugar, y tomo y suelto mis lápices, y muevo los papeles de un lado para otro. Todos mis pasatiempos parecen enterrados bajo souvenirs. Han corrido y corrido las películas terror ochentero en mi computador, apretadas en una ventanita, mientras en el espacio restante yo muevo documentos, de un lado a otro, fingiendo que hago algún tipo de orden que voy a entender o recordar. 

y tengo tanto sueño. Y refriego mi cara, incómoda por sentir las manos ligeramente polvorientas, pero así está todo en este escritorio, en esta oficina que en realidad es bodega. Tengo que cambiar pronto mi horario de sueño, pero no quisiera que fuera hoy. Nunca aprovecho lo suficiente la cesantía, y me hallo preocupada del orden, del tiempo, de no parecer tonta, ni de olvidar todo lo que he aprendido en los últimos 15 años de enseñanza y trabajo. Pienso si en algún momento eso va a parar. Y pienso cuanto tendría que escribir para reducir en algún número las infinitas hojas, libretas y libretillas que se acumulan a mis espaldas en el estante. ¿Qué escribiría? ¿Quién lo leería? A veces me pregunto si eso es lo que me impide escribir en papel. El silencio de esto. Estoy muy tentada de botar ese diario de vida. Tiene los últimos diez años, y no más de veinte entradas. No vale ni lo más mínimo. Y bueno. ¿Para qué escribir si no hay nada que decir?