Antes, cuando vivía allá y me quedaba dormida, mi la hora más bacán del día era siempre esta. Alcanzaba a ver por la pequeña franja de paisaje que quedaba entre los edificios vecinos que el sol estaba a punto de ponerse, y en treinta segundos ya tenía la ropa puesta, la cámara y el mp3 en la mano, y las zapatillas a medio entrar. Agarraba corriendo las llaves, y una vez fuera del departamento le pegaba al botón del ascensor hasta que se abriera una de las puertas. Esos asensores andaban tan rapido, que en un par de segundos los veintitantos pisos se hacían nada. Al abrirse la puerta, corría a la izquiera, siempre segura de entrar a la segunda puerta. Una, dos, escaleras con el aire helado de las "alturas", izquierda, izquierda, puerta a presión, y una bocanada de aire húmedo. El ruido de los ventiladores se perdía rápido, y al caminar a la derecha, llegaba finalmente al mirador. Mi mamá siempre se jactaba de que ese era el departamento más alto del plan de viña, y era como mentira porque no estoy segura de que donde está se le pueda llamar "plan".
No sé si vi atardeceres más bonitos que allá. No sé cuántas fotos tomé al mismo paisaje, con el mismo sol, y el mismo mar, o cuántas canciones escuché muerta de frío, apoyada en la baranda que me quedaba justo a la altura de la cara. Estoy segura que fueron una cachá.
Ahora, el momento que más odio, el que espero todo el día con miedo, es el atardecer. Si tuviera que escoger una sola imagen para describir mi ansiedad, sería el cerro, con las casas anaranjadas por la luz proyectando sombras negras, recordándome que es otro día que voté a la basura, otro día más perdido, otro que suma otro, que suma otro, que suma otro hasta el día que me muera. Ni siquiera alcanzo a ver el horizonte desde acá. Sé que es super tonto, pero saber también cada brillo en la quebrada es un atardecer que me pierdo, me pone ya en lo último de lo peor.
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