Hoy, mientras sacaba el auto para ir al súper, sentí el leve caer de un rocío. Al llegar, chispeaba lo suficiente como para prender el limpiaparabrisas. Cuando salí del auto, esperé unos minutos antes de ponerme la mascarilla. El horizonte estaba oscuro y sobre mi cabeza, claro tras las nubes. Tenia el corazón apretado, pensando en esos momentos en que no sabes cuándo algo es último, o cuando algo se acaba. Pensaba que estaría una vida entera bajo la lluvia pobre del norte, tímida lluvia que no moja. Pensaba en que se vienen días soleados, calurosos, días que extrañé y que ahora recibo con apuro angustioso, ansiedad que no se decide entre anhelo y temor.
Pienso en instantes que se acaban cuando no sabes que se acaban. En mirar a tu al rededor un segundo y tomar consciencia de la finitud del momento, avecinar el golpe abrupto del cambio, sentir la congoja de la pérdida. Un segundo o mil millones. Un sueño suspendido en el tiempo, como una línea que se estira al infinito y regresa. Infinitas líneas, superpuestas. Las he vivido todas, o tan pocas de ellas. Siempre las lloro un poco antes.